Ponencia de Dokusho Villalba:
“Vida-muerte, una unidad indisoluble”
Buenos días a todos, es un honor para
mí estar aquí esta mañana, invitado por la Asociación Talitha,
para compartir con vosotros algunos aspectos de mi experiencia en la vía del
Budismo Zen y para compartir lo que la
tradición Zen tenga que decirnos y que pueda servirnos de inspiración, a la
hora de enfrentar el hecho tan radical como es la pérdida de un ser querido, en
particular si se trata de un hijo o de una hija o de un hermano.
Yo os voy a pedir un minuto de
silencio para poder enfocar un poco la atención en el tema que nos va a ocupar
durante este tiempo. Os sugiero que cerréis los ojos, y os quedéis en una
actitud tranquila, de relajación, dejando fuera todos los problemas que podamos
tener en la vida cotidiana, lo que hayamos hecho antes, lo que pensemos hacer
después, y nos concentremos justo en lo que estamos sintiendo ahora. Es una toma
de contacto con vuestro propio cuerpo, con vuestra respiración, poneros lo más
cómodos posible, y en este minuto de silencio me voy a permitir recitar algunos
de los sutras o mantras que solemos usar en la tradición budista Zen. (Recitación
de sutras)
Esta mañana me presento ante
vosotros con muchísimo respeto y humildad.
En esta vida podemos encontrarnos
con muchas formas de dolor y de sufrimiento, pero sin lugar a dudas el dolor y
el sufrimiento más intenso es el provocado por la muerte de un hijo o hija.
Como padre que soy puedo apenas intuirlo, y siento que no es fácil mirar de
frente esta pérdida sin que algo muy profundo se desplome dentro de uno mismo.
La Asociación Talitha
de la que muchos de ustedes sois miembros está desempeñando en este sentido una
gran labor de ayuda a la elaboración de este duelo tan especial.
Los múltiples profesionales que
van a participar en estas Jornadas y que lo han hecho en ediciones anteriores,
abordan la situación del duelo desde distintas perspectivas, contribuyendo
todos ellos a la necesaria integración del dolor y del duelo. Mi contribución
será compartir con ustedes mi visión y la enseñanza y la experiencia que he
recibido de la tradición budista Zen, que desde hace más de 2.500 años viene
enriqueciendo el proceso del despertar de las conciencias de los seres humanos,
tanto en Oriente como en Occidente.
Un punto importante es entender
que la manera de experimentar la vida y la muerte viene dada por la percepción
que tenemos de la Vida
y de la Muerte. Es
decir, por lo que pensamos, por lo que creemos que es la Vida y La Muerte.
Esta percepción que cada uno
tiene a su vez está condicionada por la cultura, por la educación, por el
sistema social en el que vivimos, dicho de otra manera, lo que vemos, lo que
percibimos depende del punto de vista desde el que miramos. Este punto de vista
desde el que miramos las cosas, el nacimiento, la vida, la vejez, la
enfermedad, la muerte, estos son condicionamientos psicoemocionales que
constituyen lo que podríamos llamar el marco cognitivo o las gafas coloreadas
con las que vemos la realidad.
Las enseñanzas del Budimos Zen,
la práctica y la experiencia del Budismo Zen tiene como fin ayudarnos a
transformar estos marcos cognitivos que muchas veces son rígidos,
inconscientes, en gran medida ilusorios, de la misma manera que es ilusoria una
realidad rosácea cuando se mira con gafas teñidas de rosa. Las enseñanzas del
Budismo están destinadas a ayudarnos a quitarnos de alguna forma las lentes
coloreadas con las que percibimos la realidad con el fin de que podamos
despertarnos a la verdadera naturaleza de lo que es la existencia humana. Es en
este sentido, que debe ser entendida mi aportación de esta mañana.
Para empezar, permitidme que me
remonte al origen de la tradición budista, porque en él vamos a entender ya
muchas cosas, no es que pretenda daros una clase de catecismo budista o de
religión budista, no es eso. Es que necesitamos remontarnos hasta el fundador
para poder entender algunos hechos significativos de su vida que nos ayuden a
comprender también la nuestra.
El fundador de la Tradición Budista
fue el Buda llamado Shakyamuni, que
vivió alrededor del siglo V antes de la era común. Nació como hijo de rey en el
norte de la actual India. Su madre murió poco después del parto y el joven Sidharta que así se llamaba como
príncipe, fue criado por su tía y por su padre, el rey. El rey como todo padre
estaba muy orgulloso de que su primer hijo fuera varón y tenía grandes
esperanzas puestas en él para que le sucediera en el trono. Pero poco después
de nacer, un sabio ermitaño que vivía en las montañas, después de haber visto
ciertos signos en el cielo, que le hacían comprender que había nacido un ser
muy excepcional, bajó de su retiro y fue a ver al recién nacido, y cuando
estuvo ante él dijo que ese niño era un ser excepcional y que llegaría a ser un
gran líder político, o bien un gran rey, o bien un gran líder espiritual para
la humanidad. Su padre, el rey, no quería que fuese un líder espiritual, sino
que se convirtiera en rey y le sucediera en el trono. Por ello, tomó una medida
drástica e hizo que el hijo estuviera siempre bajo vigilancia de sus
preceptores. Construyó un gran recinto amurallado en el interior del cual había
distintos palacios, jardines, lagos, con cuatro puertas, y puso vigilantes en
todas las puertas para evitar que el joven no saliera nunca del recinto
amurallado, esto era con el fin de que no entrara en contacto con la vida común
de los seres humanos. Es decir, le construyó una realidad idealizada. Así que
dentro del recinto se encerró al niño y creció sin tener conciencia de lo que
era la vida normal de cualquier ser humano. Allí el joven recibió una educación
esmerada, destinada a convertirle en el futuro rey, creció, alcanzó la edad
adulta y se casó con la princesa de un reino vecino con la que tuvo un hijo.
Así que nada perturbaba la existencia placentera del príncipe heredero. Se dice
que su padre ordenó que todos los sirvientes de palacio fueran jóvenes,
hermosos, en buena salud, sin ningún defecto físico. Las flores marchitas eran
apartadas inmediatamente con el fin de que el príncipe no viera ese aspecto
decrépito de la Vida. Incluso
el rey mismo se teñía continuamente el pelo y se cuidaba para evitar que el
hijo viera en él síntomas de envejecimiento.
Pero el joven Sidharta, ya casado
y con un hijo sintió curiosidad por la realidad que se encontraba más allá de
las murallas y una noche salió furtivamente acompañado por su criado. Ahora,
debemos reflexionar, ¿en qué medida nos sentimos identificados con la actitud
del padre del príncipe? De alguna manera esto es algo que nos concierne a
todos. Es una historia antigua, pero es una historia moderna y actual. Muchos
padres por deseo de proteger a sus hijos, le construyen una muralla alrededor,
con el fin de que no entrene en contacto con ningún aspecto digamos negativo, o
decrépito de la Vida. Es
lo que decimos: “Todos queremos lo mejor para nuestros hijos”. Lo mejor es que
estén en buena salud, que sean fuertes y hermosos, que se alimenten bien, que
se casen con la princesa más bella, tal vez por exceso de celo, tratamos de
aislar a nuestros hijos de lo que es la
Vida tal y como es. Pero sea como sea, la Vida es la Vida, y en un momento u otro,
nuestros hijos saltan las murallas que les hemos construido para su seguridad,
para su protección. Tarde o temprano entran en contacto con los aspectos más
crudos de la realidad.
El joven Sidharta, salió la
primera noche y se encontró con un anciano que caminaba, asombrado ante la
vista de él, una persona de edad tan avanzada, porque nunca había visto a nadie
tan anciano, le preguntó a su sirviente: “¿Qué clase de persona es esa? Su
espalda está encorvada, su rostro está lleno de arrugas, su cabello está casi
completamente blanco, y casi no puede caminar. ¿Quién es ese hombre tan feo? Y
su sirviente le respondió: “es un anciano, Majestad”. Entonces, el príncipe le
dijo: “Pero, ¿qué le ha pasado? ¿Por qué tiene ese aspecto?” Y su sirviente le
contestó: “todas las personas se vuelven así. La vejez es el destino común de
todos los seres humanos.
Su majestad algún día será un
anciano como éste que vemos”.
Inmediatamente al príncipe se le
quitaron las ganas de seguir explorando el mundo, dio la vuelta y regresó a
palacio. Pero otro día, sintió de nuevo curiosidad y salieron otra vez por otra
puerta por la noche mientras los guardias dormían. En esta ocasión se
encontraron con una persona muy enferma. Al ver esta persona que padecía un
debilitamiento extremo, le preguntó a su criado: “¿Qué clase de persona es
esta?” y este le contestó: “es un hombre enfermo. Ahora su Majestad está joven
y sano pero algún día sin lugar a dudas enfermará también”.
Y otro día salieron por otra
puerta y se encontraron con una comitiva fúnebre. Al ver el muerto que llegaban
en la parigüela que llevaban al crematorio, rodeado de un grupo de personas que
daban gritos de dolor y desconsuelo mientras se dirigían a la hoguera para
incinerar el cuerpo, preguntó: “pero ¿qué es eso?” Y su criado le respondió:
“Es un ser humano que ha muerto, y aunque su Majestad esté ahora vivo, también
algún día morirá”. Así que el príncipe después de haber entrado en contacto con
esta realidad de la Vida,
perdió la alegría y sucumbió a un estado de tristeza, melancolía y
desesperanza, al constatar la naturaleza y el destino de la vida humana. Dejó
de comer, dejó de festejar, y se dice que un sabor de cenizas se instaló
permanentemente en la boca. Necesitaba encontrar un camino para resolver esa
gran angustia que se había instalado en su pecho. Así que se decidió a salir en
otra ocasión y enseguida encontró a un asceta errante, un buscador en la Verdad, un sadú, como se
encuentran tantos todavía en la
India, que van vestidos de viento, con un taparrabos, y se
entregan a las prácticas meditativas, apartados de la sociedad. Entonces, el
príncipe comprendió que por ahí podía haber un camino, y al regresar al palacio
tomó la decisión de abandonar a su mujer, a su hijo, a su familia, su estilo de
vida y su rango para buscar el origen del dolor y del sufrimiento que aqueja a
la vida humana. Se fue al bosque y permaneció seis años viviendo como un asceta
errante, estudiando con los mejores maestros de la época, practicó el
ascetismo, el ayuno, hasta tal punto de poner en peligro su vida. Hasta que un
día decidió sentarse inmóvil, en meditación, resuelto a no levantarse hasta no
haberse liberado completamente del dolor y del sufrimiento, hasta no haber
comprendido la raíz del dolor y del sufrimiento de la existencia humana.
Allí estuvo, en la postura de
meditación, en un estado de profunda introspección, siete días, se dice que las
arañas tejían sus telas en sus párpados, hasta tal punto estaba hierático, y
que los pájaros anidaban en el hueco de sus manos, porque parecía un tronco
muerto. Al amanecer del séptimo día, contemplando la estrella del alba, el
asceta alcanzó el despertar y se convirtió en un Buda. Buda es una palabra que
significa despierto. Enseguida le buscaron otros buscadores de la verdad y le
pidieron enseñanzas y le preguntaron a cerca de la Verdad que él había
experimentado.
Entonces el Buda Shakyamuni
proclamó lo que se conoce como las cuatro nobles verdades que constituyen el
corazón de las enseñanzas budistas y de la experiencia iluminada del Buda.
¿Cuáles son? La primera verdad es que la existencia humana siempre viene
acompañada de duka, palabra sánscrita que se traduce como dolor y sufrimiento.
Pero que debe ser entendida no solo como dolor y sufrimiento corporal y
emocional, sino también como un pesar, una angustia existencial, un estado de
insatisfacción y de inseguridad. Este estado no se refiere solamente en los
estados desagradables, sino también a
los agradables. El Buda enseñó que obtener lo que se desea produce dolor y
sufrimiento, porque cuando se ha conseguido, surge el miedo a perderlo. Enseñó
que no tener lo que se desea produce dolor y sufrimiento. Enseñó que apegarse a
los que se aman produce dolor y sufrimiento, y que perder a los que se aman
produce dolor y sufrimiento. Y enseñó que incluso obtener gozo, riqueza,
felicidad y fortuna genera dolor y sufrimiento, porque uno siempre vive en la
intranquilidad de perder aquello que ha conseguido. Tenemos que constatar que
cuando atravesamos las murallas de la realidad ideal que nos construimos en
nuestra cabeza, nos encontramos continuamente y de muchas formas con el dolor y
el sufrimiento tanto en nosotros como en los demás.
La experiencia del dolor y el
sufrimiento nos unifica y nos hermana a todos los seres porque sea cual sea
nuestro sexo, nuestra raza, nivel
social, nuestra religión o nuestra lengua, todos estamos continuamente sujetos
a una forma u otra de dolor y de sufrimiento.
La segunda noble verdad habla de
las causas de duka, que son dos actitudes emocionales extremas, por un lado el
apego ciego, y por otro lado el odio, aversión o rechazo. Son dos familias de
emociones. El Buda descubrió que la causa última de estos dos estados
emocionales es la ignorancia.
La tercera noble verdad es que
los seres humanos tenemos la capacidad de vivir en un estado de pleno gozo
interno, llamado suka. En oposición a duka. Por lo tanto tenemos la facultad de
liberarnos del dolor y del sufrimiento innecesario.
La cuarta noble verdad es que hay
un camino para liberarse del dolor y del sufrimiento, y alcanzar un estado de
pleno gozo interno. Este camino constituye lo que se llama dharma del Buda,
camino o enseñanza del Buda, o budismo.
En el Budimo, se distingue entre
dolor y sufrimiento y entender esto es muy importante. El dolor ya sea físico o
emocional es siempre una experiencia puntual, que tiene lugar debido a causas
puntuales. Por ejemplo, estamos caminando vamos en sandalias, tropezamos con
una piedra, nos hacemos daño en el dedo, sangramos, gritamos, nos duele, y
pasamos unas horas o unos días experimentando el dolor, pero después el cuerpo
se regenera y ese dolor desaparece y no deja huella, como si nunca hubiera
existido. Así, el Buda nos enseñó que hay ciertas formas de dolor que son
inevitables en la Vida. Así
como experimentamos placer, experimentamos dolor, porque van juntos.
El sufrimiento es una rumiación
mental y emocional de una experiencia dolorosa, experimentada en el pasado.
¿Entendéis la diferencia? El sufrimiento aparece en el presente y se cronifica
aunque las causas del dolor pasado ya hayan desaparecido.
Después, la rumiación mental y
emocional, es la que recrea continuamente en la mente la experiencia del dolor
pasado dando continuidad en el presente a un dolor que se cronifica y se
perpetua, convirtiéndose en un sufrimiento mental y emocional continuo que no
tiene base real.
Además, en el Budismo se
distingue también entre el dolor inevitable del dolor evitable.
Desde este punto de vista, aunque
el dolor experimental que vivimos debido a la pérdida de un ser querido es
inevitable, el sufrimiento que puede provocar este dolor sí es evitable. Con
respecto al dolor inevitable que forma parte y es inseparable de la Vida, sabemos que todo lo que
nace, muere, siempre, todo lo que empieza, acaba, siempre. No hay nada que haya
empezado y que no acabe nunca, no hay nadie que haya nacido y que no haya
muerto o no vaya a morir nunca, por lo tanto esto es Ley de Vida. La muerte es
ley de vida, una ley de vida inamovible, porque no podemos hacer nada para
evitarlo y reconocer que estos los límites de nuestra existencia y de aquellos
a los que amamos. Esto es muy importante darse cuenta y aceptar que las cosas
son como son, y que nuestra existencia es como es, y que como hemos nacido,
vamos a morir. Y que la condición previa para que alguien muera, es que
previamente haya nacido.
Con respecto a la forma de dolor
inevitable, no podemos hacer nada más que aceptarlo y desarrollar la paciencia
necesaria para evitar que este dolor inevitable se convierta en un sufrimiento
crónico. Pero vayamos a las causas del dolor evitable, del dolor inevitable y
del sufrimiento. El Buda enseñó que el apego y su opuesto, el odio, el rechazo,
son sus principales causas. Yo comprendo que puede resultar muy duro para un
padre o una madre que ha perdido a su hijo o a su hija, oír que la causa de su
sufrimiento es debida a su apego, pero así es. Podemos pensar que sentir apego
por un ser querido es lo más natural del mundo, que todo el mundo siente apego
por sus seres queridos, que eso es una norma, es algo normal, común, es cierto,
pero amor y apego no son exactamente lo mismo. En general se identifica el amor
con el apego, y en general ni siquiera sabemos qué es amar sin apego. Pero no
es el amor lo que produce el dolor y el sufrimiento, sino el apego. El apego es
decir: “mi hijo, es mío, forma parte de mí, lo he parido yo, lo he criado yo,
lo he alimentado yo”. No solo nuestros hijos son nuestros, que ni siquiera
nosotros mismos somos los propietarios de nuestra propia existencia. La
tradición Zen dice que un ser humano solo puede estar seguro de dos cosas: una,
que vamos a morir, la otra que no sabemos ni cuándo, ni dónde ni cómo. Esto es
segurísimo, lo demás, absolutamente todo lo demás es incierto. No tenemos
ninguna seguridad de que mañana vamos a seguir vivos, aunque digamos: “yo
quiero seguir vivo”, es algo que no depende de nuestra voluntad. Es un poder
que está más allá de nosotros. Así que aunque nos apeguemos a nuestra propia
vida, a nuestro cuerpo, aunque nos apeguemos a la vida y al cuerpo de aquellos
a los que amamos, a los que estamos apegados, no es ninguna garantía de nada.
Amor y apego no es lo mismo, aunque nos resulte tan difícil separarlos y
distinguirlos. El amor es un sentimiento que libera tanto al que ama como al
que es amado, el amor da alas, da libertad, incluso la libertad de no recibir
nada a cambio del amor. El apego por el contrario, esclaviza, tanto al que lo
siente como a la persona que es objeto del apego. Cuando estamos apegados a
alguien, por lo general no le permitimos Ser tal y como es, porque lo que
queremos es que sea como a nosotros nos conviene que sea. Por lo tanto el apego
está imponiendo algún tipo de condición al otro o a la
Vida. El amor no busca nada para sí
mientras que el apego siempre trata de apropiarse y de poseer. El amor da, el
apego exige y espera.
El amor hacia nuestros hijos nos permite
ver a nuestros hijos como son en realidad, son seres distintos a nosotros,
diferentes, tienen su propio destino, han nacido y van a morir en un tiempo que
no sabemos cuándo es. Seres que han tenido su propio nacimiento, distinto del
nuestro, seres que han tenido su propia Vida, distinta a lo que nuestra vida
es; son hijos de la Vida
de la misma forma que también nosotros lo somos. Sin embargo, el apego nos hace
identificarnos con nuestros hijos, nos hace verlos como una continuidad de
nosotros mismos, es como si fuera un “yo” en pequeñito, o un nuevo “yo” que
está creciendo. Y de alguna forma nosotros tratamos de perpetuarnos en nuestros
hijos. Por eso esperamos que hagan lo que nosotros no hemos podido hacer, que
ellos lleguen a donde nosotros no hemos podido llegar, por eso esperamos que
ellos sean lo alto, o lo guapo, o lo listo, que nosotros no hemos sido, de
alguna forma esperamos que cumplan o realicen nuestros propios deseos con el
fin de evitar nuestro propio sentimiento de frustración. Cuando nos proyectamos
de esta forma en nuestros hijos, sin realmente verlos en su singularidad y
separatividad y diferencia de nosotros, cualquier cosa que pueda ocurrirles a
ellos es como si nos ocurriera a nosotros mismos, porque los consideramos una
prolongación de nosotros mismos. Pero nuestros hijos no son nuestros, sino que
son hijos de la Vida,
y así como se produjeron unas condiciones para que tuviera lugar su nacimiento,
cuando otras condiciones se dan, se produce o se ha producido su muerte, y
tanto su nacimiento como su muerte están más allá de nuestra propia voluntad
personal incluso. Pero ¿por qué surge en nosotros este apego, esta fijación tan
ciega, esta compulsión, esta actitud emocional? ¿Es posible vivir y amar de
otra forma más depurada que no sea tanta causa de dolor y de sufrimiento para
nosotros y para los demás? Sí, es posible. El Buda enseñó que la causa profunda
del dolor y del apego es la ignorancia. Este es un punto muy importante del
budismo Zen y de nuestra Vida. Ignorancia en este caso no significa no saber
leer ni escribir, no es analfabetismo, es un estado mental y emocional.
Originalmente el término se traduce como oscuro, poco claro. La ignorancia es
como un estado de alucinación, es ver algo que no existe, es ver algo que no es
real, y por lo tanto no ver lo que las cosas son de verdad, es como un
espejismo, y vosotros os preguntaréis ¿y esto qué tiene que ver con el tema que
estamos tratando? Tiene que ver porque por ejemplo esta ignorancia que podemos
llamar existencial, se manifiesta de unas formas muy concretas en nuestra vida
y en nuestras relaciones. La forma más común en la que se manifiesta es
mediante la negación de la impermanencia. ¿Sabéis lo que significa? Lo
contrario de permanencia. Nosotros estamos acostumbrados por condicionamiento
cultural, social, educacional a creer o a esperar que las cosas son lo que son
para siempre. Porque aquello que permanece nos da seguridad, pero esa seguridad
es ilusoria, porque nada permanece idéntico a sí mismo de un instante a otro. Nosotros
también, cada mañana cuando nos miramos en el espejo decimos: “soy yo, el mismo
que ayer y antesdeayer”, pero eso es mentira, no somos el mismo, llevamos
cincuenta años diciéndonos lo mismo, nos reconocemos y nos llamamos yo, como si
hubiera algo o alguien en nosotros que permaneciera siendo lo mismo o el mismo,
año tras año, pero en el fondo sabemos que eso no es verdad, no somos un yo
estático, no somos una estatua de bronce en el parque, ni siquiera una estatua
es siempre lo mismo. Por eso, nosotros, para sentirnos seguros queremos que las
cosas no cambien, que permanezcan como congeladas, pero esto es imposible,
porque la Vida
es un río, está siempre en movimiento, la vida nunca está quieta, en el momento
que queremos dejarla quieta a través del apego, esa actitud de apego es ya la
causa del dolor y del sufrimiento. Entonces si nos despertamos a lo que la
realidad es, lo que aprendemos es a fluir con el movimiento, aceptando lo que
se presenta en cada momento ante nosotros. La muerte es un hito más en el
proceso de transformación continua que es la Vida. Nosotros somos
individualmente como olas en el océano de la
Vida. La ola no puede decidir en qué
dirección va a ir. La ola no decide cuándo aparece y cuándo desaparece, la ola
obedece el movimiento del océano, el movimiento de la vida. Y aunque se resista
o luche, no puede evitar finalmente abandonarlo todo, perderlo todo y fundirse
de nuevo con el océano. Si en el tiempo en el que somos olas, conocemos a otras
olas que van con nosotros y decimos: “eh! Qué bien que te he encontrado y que
vamos juntos”, un instante juntos, después no se sabe cuál de las dos o de las
tres olas que forman la familia de olas va a ser la que se funda primero con el
océano. Pero da igual la que se funda primero en el océano porque tarde o
temprano todas las olas nos vamos a fundir con el océano. Desde este punto de
vista, la muerte no existe. Existe la transformación continua, pero la Vida con mayúsculas es
siempre la Vida. Y
¿por qué apegarnos a una pequeña parte de la Vida? ¿por qué no abrirnos a la inmensidad que es
la Vida? ¿Por
qué no abrirnos a recibir todo lo que la Vida nos da en cada momento? ¿Y por qué no
abrirnos a perder lo que la Vida
nos ha dado en un momento dado? Así son las reglas del juego de la Vida, cuanto más nos
apeguemos, más vamos a sufrir, un sufrimiento innecesario y no estamos aquí
para sufrir, estamos aquí para realizar el pleno gozo interno. Así, lo
importante es despertase del sueño de la ignorancia para mirar de frente la
verdadera naturaleza de la realidad.
Otra forma como se manifiesta la
ignorancia es negando el dolor y la angustia que produce la inseguridad de no
saber, negando nuestro propio dolor, una vez que aparece, no debemos negar el
dolor, no debemos creer que sufrir es algún tipo de fallo en nosotros, o que
estar en un estado de duelo, de zozobra, de tristeza por la pérdida es algo
patológico o enfermizo, no, es lo más natural del mundo. Y de hecho, la
sanación por la pérdida, como seguramente ya sabéis por vuestra experiencia
comienza cuando se acepta en primer lugar el dolor en uno mismo que ha
provocado esa pérdida. Si uno niega su propio dolor no hará nada para
integrarlo, para elaborarlo, es lo que se llama el falso duelo, porque hay una
resistencia a tomar conciencia del propio dolor, como os han dicho vuestros
psicólogos en vuestra asociación, vivir el duelo es necesario, de lo contrario
el duelo se cronifica, y la pena que no hemos sentido en el momento que la
teníamos que sentir, aparece muchos años después de una forma mucho más
patologizada. Entonces, la cuestión es cuando aparece el dolor, ábrete al
dolor, si lo vives concientemente, aceptándolo como una experiencia inevitable
que forma parte de tu experiencia de la
Vida, ese dolor será metabolizado, integrado y desaparecerá y
tú podrás seguir viviendo. De lo contrario, ese dolor puede convertirse en
sufrimiento, en un desgaste continuo, durante el tiempo, más allá de lo que
digamos naturalmente razonable. Así cuando pensamos en la muerte, ya sea la
propia o la de un ser querido, pensamos que es un fallo del sistema, que es un
error, por eso tratamos de evitarla, sobre todo en la medicina moderna,
industrial y tecnificada, hay una lucha encarnizada contra la muerte, como si
la muerte fuera el enemigo, como si los seres humanos tuviéramos que desterrar
a la muerte de la vida. Pero, eso es imposible, porque no hay vida sin muerte y
no hay muerte sin vida. Nosotros oponemos la vida a la muerte, y creemos que la
muerte es una cosa distinta de la vida, pero la muerte y la vida, son las dos
caras de una misma manera, son dos maneras de llamar a una misma realidad.
Ahora mismo, el sentido común nos
dice que estamos vivos, pero en realidad nos estamos muriendo, estar viviendo
es estar muriéndose, ¿no? Es decir, para llegar a ser el que somos en este
precios instante, hemos tenido que dejar de ser el que fuimos hace media hora,
¿verdad? Para estar aquí en donde estamos ahora, hemos tenido que dejar el
sitio donde estábamos hace una hora y media. Es inevitable, desde el punto de
vista del Budismo estamos continuamente naciendo y continuamente muriendo. Como
las olas de un océano, el océano permanece pero las olas están continuamente
naciendo y continuamente muriendo. Las células del cuerpo están continuamente
regenerándose, y en varios años ya no queda ninguna de las que formaron nuestro
cuerpo antes, somos otro cuerpo, somos otro organismo, y sin embargo, tenemos
la ilusión de que somos lo mismo, el mismo. Somos un proceso vivo. Hay veces
que la vida se manifiesta ante nosotros con aspectos muy seductores, muy
agradables, muy bellos, y decimos “ay
qué bien, lo quiero”, y después decimos: “que no se muera, que se quede así
siempre”. Pero es imposible. E igual sucede con el rechazo, decimos: “ah, esto
no lo quiero”, no importa, como Mafalda: no quieres sopa, pues toma, tres
cucharadas. Cuando nuestra actividad emocional está polarizada en el rechazo
extremo y en el apego extremo, el dolor y el sufrimiento estarán siempre
acompañándonos. Así, reconocer que la muerte no es un error, sino que es la
cosa más natural del mundo, no es algo excepcional. Tenemos que aceptar que la
muerte es lo más natural que le puede pasar a alguien que está vivo, y no es una excepción. La
excepción es que la Vida
siga perpetuándose, eso sí que es extraordinario, porque la Vida de cada uno de nosotros
está basada en una serie de condiciones imprescindibles, para que un ser humano
pueda permanecer vivo y que basta cualquier cambio pequeño, para que la vida se
acabe, basta un pequeño microbio invisible para que todo el organismo colapse. La Vida es un milagro, un
equilibrio inestable, y la muerte es lo más natural del mundo. Por eso, aceptar
la Vida
completamente implica aceptar la muerte
completamente, no podemos jugar a esta baraja cogiendo solo la mitad de las
cartas y decir: “con estas cartas juego pero con estas otras no”. Imposible.
Aunque nos construyamos un bunker de hormigón para evitar que nada nos suceda,
eso no va a impedir que la muerte surja. No existe ninguna familia, ninguna
casa en la que no haya muerto alguien, porque la muerte forma parte de la Vida y la Vida es inseparable de la
muerte.
Muchísimas gracias por vuestra
atención.